Considerada como una de las mejores poetisas de la
literatura norteamericana del siglo XIX, la vida y la obra de Emily Dickinson
fueron misteriosas y extrañas. Solamente cinco de sus poemas fueron publicados
en vida, la mayoría de forma anónima; el resto, más de ochocientos poemas,
fueron encontrados tras su muerte en su casa, donde había permanecido recluida
los últimos años de su vida. El aislamiento voluntario sigue siendo a día de
hoy un misterio para los estudiosos de la escritora. Un amor imposible o una
enfermedad mental, son muchas las suposiciones que rodean la vida privada de
una de las escritoras más excepcionales de la literatura universal.
Ella admiraba la poesía de Robert y Elizabeth Barrett Browning. Y, aunque fue disuadida de leer la poesía de su contemporáneo Walt
Whitman, los dos poetas están actualmente conectados debido al distinguido
lugar que ocupan como los fundadores de una única voz poética americana. Así lo
hemos podido comprobar en los poemas que esta semana hemos estado leyendo en
clase. En el de Whitman, se concebía al hombre como unidad, ya que todos
venimos, estamos y vamos al mismo lugar; al igual que en el poema de Dickinson,
donde se dice textualmente: “somos hermanos”.
Bueno, pues es en estos dos poemas donde vemos reflejados
los ideales de Emily Dickinson. Ella concebía la bondad como el punto más álgido
al que podemos alcanzar en nuestra vida, el único sentido que le podemos dar a
esta. Esto nos lo cuenta a lo largo del primer poema con el uso de verbos como “evitar”,
“aliviar”, “atenuar” y “ayudar” como sinónimos todos ellos de bondad, del bien,
además de las palabras “vivido” y “vida”, que completan su ideal. En el segundo
poema, se presentan como palabras clave “Belleza” y “Verdad”. Ambas son
utilizadas en sus respectivos versos como máxima expresión del bien, de la
bondad. Por ello, de la Belleza y la Verdad se dice que son comparables, que
son “hermanos”, y que por ellas dos la misma voz poética muere: “había muerto
yo por la Belleza…a alguno que murió por la Verdad”.
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